Una verdadera primera vez
- José Martínez
- 9 nov 2021
- 3 Min. de lectura
A los trece años tuve la oportunidad de estar por primera vez en un auditorio, no era un cine ni un templo, no era un aula ni ningún otro espacio que hubiera visto antes en mi vida más que en las películas. Mi tía era docente universitaria y yo la acompañaba a muchos lugares por ese entonces, seguramente respaldado por mi buen comportamiento. Aquel día de vacaciones entre semestres ella debió ir a las instalaciones universitarias para algún trámite intrascendente para mí y me dio la libertad de recorrer el edificio, así que dediqué unos buenos minutos a husmear entre pasillos y aulas, que ahora no recuerdo muy bien, porque cuando llegué a aquella puerta doble y entreabierta desperté de la monotonía de mis pasos y mi atención se volcó totalmente a lo que encontré más allá del umbral: alcancé a notar, entre la tenue luz del lugar, la distribución de sillas acolchadas y contiguas, un cielo raso diferente al de las aulas de antes y un silencio que contrastaba con los ecos lejanos del pasillo. Ingresé despacio y alerta pues recuerdo haber pensado que podía haber adultos realizando alguna labor allí, pero estaba completamente vacío. El escenario al que apuntaban las butacas estaba igualmente vacío y mi estatura lo sobrepasaba solo un poco. Caminé muy lentamente hacia él mirando constantemente hacia todos los costados observando incansable la dimensión de aquel lugar enorme y sin columnas, verificando en todo momento que estuviera realmente solo, sin estudiantes, docentes o incluso alguna persona de mantenimiento. Es imposible describir el tipo de emoción que sentía, todavía no comprendo por qué la sentía, pero tengo la impresión de que era algo similar a un Indiana Jones descubriendo arquitectura antigua oculta por miles de años en la selva o el desierto; algo tenía ese lugar que atrajo mi atención profundamente y mi imaginación, que no requería mucha logística para trabajar, comenzó a recrear las posibles actividades que seguramente ya habían ocurrido ahí, todas con muchas personas felices atendiendo a algunas pocas, felices también, sobre el escenario, que decían cosas importantes y cercanas a todos los presentes. Insisto en que todavía hoy desconozco los motivos del influjo que el auditorio ejercía en mí, pero disfruté enormemente estar allí. Finalmente, me abrí paso entre los fantasmas dispersos por todo el lugar y subí con aplomo al escenario, mientras mis ojos se aseguraban de que ninguna persona real fuera a aparecer y estropeara la excelente charla que tenía preparada para los inmateriales presentes, un impulso que sentí natural por compartir con ellos algo de mi extensa experiencia en “algo”. Me dispuse con soltura, seguridad y autoconfianza a expresar mi discurso con frases inconexas y que fluían aleatoriamente de mi boca mientras sonreía levemente y hacía breves conexiones visuales con algunos rostros de sorpresa, otros de duda y unos más risueños como resultado de la charla, al final de la cual mi público desapareció en un ataque de consciencia que tuve, porque había perdido la noción del tiempo y a lo mejor mi tía buscaba a su bien portado sobrino por el edificio; sin embargo, en aquel instante, de vuelta en el silencio tanto real como imaginativo, sentí que ese era mi lugar, que ese tipo de lugar era mi lugar, que era grandioso tener algo que compartir y personas gustosas y ansiosas de escuchar, pero que en mis trece años de vida todavía no tenía un tema del cual hablar con tanta propiedad.
Pasaron varios años y auditorios como espectador en el público, y como protagonista de mi vida, hasta que llegaron los cuentos y subí al escenario con ellos para compartirlos con un público de carne y hueso, sentimientos y emociones, sorprendidos, atentos y risueños, felices de escuchar vivencias cercanas, devolviendo al escenario un flujo inefable de bienestar que te hace sentir vida y que estás en el lugar correcto.
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